viernes, 26 de marzo de 2010

Pascua sin pestiños ni boniatos


A diferencia de lo que sentía cuando se acercaba la Navidad, ahora percibo que la Semana Santa está a la vuelta de la esquina. Quizás porque el tiempo de la Cuaresma es más largo y pesado que el Adviento. Para llegar a la Pascua ha habido una buena preparación: las oraciones se han multiplicado, la gente ha hecho muchos días de ayuno, se han aumentado las colectas para atender a los más pobres y necesitados, cada viernes y en cada poblado las pequeñas comunidades de católicos han salido por sus calles siguiendo al Crucificado, cada grupo y movimiento ha realizado una peregrinación hasta otro poblado o hasta mitad del bosque para recordar al pueblo de Israel que anduvo por el desierto, también han tenido otro día de retiro, charlas, reflexiones, formación, confesiones...
En el aspecto exterior nada ha cambiado. No huele a incienso por las calles; no se escuchan ensayos de bandas de música; no he podido escuchar una saeta ni una marcha de Semana Santa, ni siquiera en mi ordenador, ya que éste murió y he perdido toda la música que traje; los santos de las iglesias no han cambiado de vestuario ni de ropa, quizás porque aquí no hay más santos que los que se sientan cada día en los bancos; no hay pregones, novenas, triduos ni quinarios; no hay mantillas, medallas, túnicas ni capirotes; no hay levantás, fajines ni pasos; no huele a pestiños ni boniatos; no hay vacaciones hasta el mismo Viernes Santo; y por supuesto nadie estrenará el Domingo de Ramos, ni llevaremos olivos en las manos.
Hay algo que sí ha cambiado, es el cartel de la misión que ya lo he acabado. Había reservado un espacio en blanco donde he dibujado en color rojo pasión, rojo redención, una gran cruz. He escogido la cruz redentorista, con los símbolos de la pasión y la presencia del Espíritu que Jesús nos dejó en el momento de su muerte. Con ésta cruz he querido testimoniar el paso de tantos misioneros que han anunciado la abundante redención del Crucificado-Resucitado, tantos que por Tiébissou han pasado y se han gastado, e incluso en este país su vida han dejado como fue el caso del P. Carlos.
La cruz ha sido una buena oportunidad para dar una pequeña catequesis a quienes venían a preguntarme qué significaba todo eso. Muchos de los jóvenes que se preparan para el bautismo eran capaces de reconocer la cruz, pero no sabían del significado de los elementos de la pasión como los clavos, el INRI, el monte Calvario, la esponja o la lanza. Algunos otros, a los que les dije que en ese espacio en blanco estarían representados, han venido a decirme que les había engañado. Yo les invitaba a volver a mirar la Cruz, y a descubrir que en ella estábamos todos representados, pues en la Cruz es donde Cristo nos ha salvado a todos y cada uno de nosotros. Ahí, en cada trazo del pincel ha quedado dibujada nuestra historia.
Pero esta vivencia de la pasión como misericordia, amor, perdón y salvación, no es vivida de la misma manera por todos los que dicen llamarse cristianos. Esta mañana un joven me contaba preocupado, cómo su novia que pertenece a una “iglesia Evangélica” le dice que su Dios no es el mismo de los católicos y que estamos equivocados. El joven dice estar cansado de oír a su chica hablar de que todo es pecado, de que estamos condenados, del diablo, del castigo divino, de milagros y espectáculos. Está cansado de verla sufrir y llorar por su propia condena. Cansado de oírles orar gritando cada uno por su lado. Cansado de ver la falta de libertad de su novia cuando ha sido “obligada” a poner como favorito de su móvil al “pastor” de esa especie de “iglesia” que cada domingo le llama para “dirigirla”. En algo estoy totalmente de acuerdo con esa chica, en que si ese es el dios en el que creen, ese no es el dios de Jesucristo, y por tanto ese no es el dios de los cristianos.
Como pude comprobar hace unos años durante la misión en Honduras, estoy viendo como también en África puedes encontrar todo tipo de iglesias bajo el título de “cristianas”. Una al lado de la otra, y cada cual con los equipos de sonido más potentes para impedir a su vecino que su palabra sea escuchada. Aquí las “iglesias” nacen como champiñones de un día para otro. Es normal en países pobres, donde muchos se aprovechan de la pobreza y de la miseria de esta gente. Muchos quieren sacar tajada del débil, del desesperado, del que nada tiene ya que perder y está dispuesto a entregarlo todo esperando que llegue el milagro que le cambie toda la vida. Pero desgraciadamente éste no va a llegar y la persona va a hundirse aún más en su desgracia. Estas “iglesias” no son salvación para nadie a excepción de los “pastorcillos” de turno que ven aumentar sus ingresos.
Cuando leo los Evangelios para el Domingo de Ramos, veo que poco ha cambiado desde los tiempos de Jesús. Cuando Jesús entra en Jerusalén, dice Lucas, que las masas comienzan a alabar a Dios a grandes voces por todos los milagros que habían visto (Lc 19, 37), y el mismo Herodes se alegra mucho al ver a Jesús, pues esperaba verle hacer algún milagro (Lc 23, 8). Pero cuando la gente va en busca del milagro y del espectáculo (Lc 23, 48), es cuando Jesús no baja de la cruz y decide amarnos hasta el extremo con su vida. Es cuando Jesús no juega a la magia como un tal Coperfild que desaparece delante de los ojos de los espectadores y sale huyendo. Es cuando Jesús decide permanecer en la cruz, muerto, crucificado y traspasado a la vista de todos, hasta más tarde ser bajado por otros y depositado en la tumba.
A las puertas de celebrar el gran Misterio Pascual, te digo Jesús: ¡Gracias por seguir salvándonos en las cruces que cada día portamos, sin milagros ni espectáculos, sin pestiños ni boniatos!

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